Contra el fascismo social – Rafael Mondragón Velázquez

En su forma política clásica, el fascismo es una versión radical de la experiencia de la Modernidad. Surgido de la experiencia europea de entre 1922 y 1945, el fascismo se alimenta, al mismo tiempo, de la pulsión utópica de los grandes proyectos de transformación social disparados por la Revolución de Octubre, y del miedo ante las nuevas formas de violencia y desprotección de la vida que hicieron del siglo XX una época de extremos. Es una respuesta a las guerras mundiales, la violencia exacerbada, la concentración de capital, la precarización del trabajo y la profundización de la brecha que separa a ricos de pobres. A riesgo de caricaturizar los planteamientos de Antonio Gramsci, podría decirse que el fascismo surge como alternativa para las grandes mayorías cuando el descontento ante la desprotección de la vida no puede ser canalizado en proyectos colectivos de transformación de la realidad.

Gramsci también mostró cómo el fascismo es un movimiento que, siendo eminentemente anticomunista, también se alimenta de la imaginería, los valores y las prácticas de la izquierda. A veces se convierte en una suerte de imagen invertida de esta tradición que intenta neutralizar sus prácticas y sus demandas, o disputa con ella la posibilidad de pensar la justicia, la emancipación y el cambio social.

De ella viene su mito fundador, el fascio, haz de varas que en la tradición republicano-radical sirvió para expresar la fuerza a través de la unidad: una vara sola puede ser rota por una mano que la aprieta, pero un haz de varas, unido, es irrompible. De ella viene también un tono exaltado que critica los privilegios, las desigualdades y los grupos de interés, y plantea a la historia humana como un campo de batalla entre “ellos”, los privilegiados, y “nosotros”, los desposeídos que están llamados a heredar la tierra. De ella viene la crítica de las élites, que el fascismo radicaliza hasta convertirla en crítica de la democracia representativa (que sirve para justificar el dominio de las élites sobre el pueblo), los académicos e intelectuales (cómplices del sistema imperante que viven una existencia inauténtica por su poca cercanía con los problemas de la gente) y los políticos profesionales.

De la izquierda viene también la obsesión con el blanquismo, la organización de grupos de conspiradores que toman por sí mismos responsabilidad de sus problemas y hacen “acciones directas” violentas en contra de personas e instituciones. El blanquismo, en su versión anarquista, sirvió para que el fascismo construyera un discurso que presentaba el terrorismo de grupos paramilitares como actos de justicia popular. El nacionalismo romántico, por otro lado, conformó un sustrato para que el fascismo articulara una violenta política identitaria. En ella queda claro siempre cuál es el lado correcto, y la intolerancia se vuelve una virtud.

Como las tradiciones de izquierda antedichas, el fascismo además se nutre de un fondo religioso. Construye con él una rígida moral que separa a los puros de los impuros, los traidores de los héroes, los que tienen contradicciones y los que preservan su integridad. Por ello le fascinan el fuego y los rituales de purificación. Se podría decir, siguiendo a Deleuze en su explicación de Nietzsche, que esa rígida moralidad es un artificio para protegerse del miedo ante una realidad cuyo sentido se escapa y un conjunto de problemas sociales de difícil resolución. La contradicción existencial y el inacabamiento constitutivo quedan, así, desplazados: se expulsan de uno mismo para adjudicársele al otro, al enemigo, que es a fin de cuentas necesario, pues sin él no existe la propia comunidad.

En su análisis de la experiencia totalitaria, Hannah Arendt identificó el fondo triste y pesimista de los rituales fascistas de la afirmación de la vida. Dicho fondo se explica porque esa afirmación compensa un sentimiento de terror. Para Arendt la experiencia totalitaria se sostiene en el terror, que solo es posible en una sociedad de personas solas. Nos encontramos porque tenemos miedo del opresor, y nuestro vínculo se construye a partir de las certezas tristes que tenemos sobre su poder. Estamos enamorados de su fantasía, y giramos en torno de ella, en una especie de homenaje. Ella es la potencia oculta detrás de la máquina de propaganda que todos los días asegura que el opresor se yergue amenazante y nos tiene casi cercados. El sujeto de la experiencia totalitaria no es, por ello, el fanático, sino la persona de todos los días que ya no es capaz de distinguir entre ficción y realidad, y entre verdad y mentira.

El siglo XXI ha presenciado la emergencia de grupos ultraconservadores que tienen cada vez más espacio en el discurso público. Ellos han podido aparecer porque existe un clima colectivo que les da legitimidad. En En un texto de 2001, Boaventura de Sousa Santos habló de cómo el EZLN, con su utopía de un mundo donde cupieran muchos mundos, era en esos momentos una respuesta ante el fascismo social, una forma de construir relaciones sociales que estaba creciendo aceleradamente en el mundo y remitía a un temperamento colectivo y una forma de sociabilidad. Y décadas antes, el cineasta y pensador Pier Paolo Pasolini había hablado del crecimiento de un temperamento colectivo entre los jóvenes de entonces que habían convertido la crítica en una forma refinada de cinismo. El diagnóstico devastador sobre la multitud de problemas heredados por las generaciones anteriores había llevado a esos jóvenes a expulsar a los más viejos de sus espacios, y a encerrarse, ellos mismos, en una especie de ghetto. Dicho ghetto se volvía un espacio para festejar las tristes certezas compartidas.

Pasolini se dirigió con cariño no exento de sentido crítico a aquellas comunidades juveniles, y les señaló la facilidad con que esa celebración de las certezas daba paso a un ethos autoritario y a un desplazamiento de la responsabilidad por la propia felicidad. Les señaló cómo en ciertas formas de denuncia descarnada latía, encubierta, una experiencia del resentimiento donde el problema de la felicidad quedaba reducido a lo que los otros les habían hecho a esos jóvenes, lo que otros les habían negado, lo que otros no habían alcanzado a hacer. También les mostró cómo esos diagnósticos devastadores reificaban el miedo y proyectaban una visión pesimista donde el futuro no podía ser otra cosa que una repetición amplificada de los terrores del presente.

El fascismo social es responsabilidad de todos nosotros. Se incuba en los lugares en donde las certezas tristes llevan a la construcción de recetas. Esas recetas pueden construirse con los planteamientos más críticos: hoy, por ejemplo, pueden remitir a significantes tan variados como el neoliberalismo, el amor romántico o el sueño de una sociedad sin Estado. Son recetas cuando se asumen como el final de la argumentación, y no el punto de partida para la exploración de un enigma. Se trata, sobre todo, del enigma de la felicidad, esa “vida verdadera” que buscamos, pero jamás está ausente de nuestros días; un enigma que invita a abrirse a lo inesperado, a transitar por caminos desconocidos, a arriesgarse más allá de lo que creemos conocer sobre la felicidad, lo que suponemos que sería un mundo mejor y lo que hemos afirmado ser nosotros mismos. Encontrarse con los diferentes para romper el terror puede ser un inicio en la exploración de ese enigma.

Apiádate de sus ojos. Que no miren a su alrededor como miran los ojos del ave de rapiña […].

Purifica sus entrañas para que de ellas broten los actos no como la hierba rastrera, sino como los árboles grandes que sombrean y dan fruto.

Guárdala, como hasta aquí la he guardado yo, de respirar desprecio […].

Tú le reservarás la balanza que pesa las acciones. Para que pese más su paciencia que su cólera. Para que pese más su compasión que su justicia. Para que pese más su amor que su venganza.

Esta bendición de la nana de Balún Canán, invocada hace poco por Maricela Guerrero en una conversación, quizá pueda hablar de ese enigma en una forma más potente.

Pasolini invitó a aquellos jóvenes a no refugiarse en el cómodo goce de la infelicidad y sus repeticiones, y los invitó a recuperar la alegría; a encarar el difícil problema de la felicidad; a reencontrarse con las generaciones anteriores y a imaginar formas inéditas de compartir el mundo en el futuro. Los invitó a desmontar esa rígida moralidad que se había convertido en una cárcel, y a conjurar el miedo a través del encuentro con los diferentes, que son los prójimos más radicales.

México no tiene un gobierno neofascista pero, al igual que el resto del mundo, participa de este clima. Como ya adelantó Pasolini, ese clima es hoy reproducido en la derecha y la izquierda. Pertenece a los jóvenes y los viejos. Está en los grupos populares lo mismo que en las capas intelectuales. Se encuentra en muchos integrantes del movimiento anarquista y en seguidores de la 4T; hay huellas suyas en algunos feminismos y disidencias sexuales, lo mismo que en movimientos de defensa de los derechos humanos… De maneras diferenciadas, es nuestro problema, el problema de nuestro tiempo.

No creo que el fascismo social se incube en todos esos movimientos, ni lo haga en todo lugar o momento. Él sólo puede hacerse presente cuando construimos una identidad compartida en torno del terror gozoso, el identitarismo excluyente y las certezas tristes del ghetto.

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