TERESA RODRÍGUEZ DE LA VEGA
Doctora y maestra en Filosofía de la Ciencia. Profesora de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales, UNAM
Fotografía: Wotancito, WikiCommons, bajo licencia Creative Commons CC-BY-SA 4.0
Las elecciones del próximo 2 de junio anticipan algunos escenarios sobre los que conviene detenerse. Después de seis años de gobierno –atravesados además por la pandemia–, se vislumbra que Morena ganará las elecciones por un amplio margen, alcanzando una votación que, según reporta la mayoría de las encuestas, podría incluso superar los 30 millones de votos obtenidos por Andrés Manuel López Obrador en 2018. Con todo y que, a diferencia de aquella ocasión, este año los tres partidos de la derecha van en coalición.
El refrendo mayoritario al proyecto encabezado por AMLO resalta por su atipicidad frente a dos preocupantes fenómenos que tiñen la actualidad de algunos importantes enclaves, mismos que diversas voces especializadas identificaron ya principios de este siglo como un ciclo progresista en América Latina: un patente desplazamiento hacia la derecha, tanto del sentido común como del electorado, y una especie de empate técnico entre progresismo y reacción.
Hoy por hoy, México se ve muy lejos de la posibilidad de que la derecha o la extrema derecha regresen al poder ya sea por la vía electoral, como sucedió en Uruguay o Argentina, o por la vía de la traición, como ocurrió en Ecuador con el gobierno de Lenin Moreno. Muy lejos también de que la amenaza patente de su regreso en el corto plazo sea una realidad, como ocurre en Chile o en Brasil, o del sabotaje permanente y eficaz desde las instituciones del Estado a cualquier política progresista, como sucede en Colombia. Y lejos también, aun cuando en el país no faltan vocaciones golpistas, de la posibilidad de una ruptura violenta de la normalidad democrática, como la ocurrida en Perú en diciembre de 2022 y que continúa impune. El contrapeso que pueden ofrecer experiencias a contrapelo recientes en la región, como la guatemalteca, no alcanzan para documentar el optimismo ante este escenario de época.
Identificar y analizar las causas de esta aparente peculiaridad del caso mexicano frente a la escena latinoamericana de la última década, es una tarea necesaria si quieren cuidarse los avances obtenidos en el proceso de desneoliberalización, al menos parcial, emprendido por el gobierno de López Obrador.
Aquí exploro otro aspecto de lo que, según se ha prometido en la campaña, será el “segundo piso de la Cuarta Transformación”: el perfil político de quienes ocupan las candidaturas a la presidencia de la república y a la jefatura de gobierno de la Ciudad de México. Recordemos que esta última es el epicentro en el que, con el triunfo de Cuauhtémoc Cárdenas en 1997, inició el desplazamiento, paulatino pero consistente, del mapa político-electoral del país hacia la izquierda, dibujando una trayectoria que arribaría, dos décadas más tarde, a la victoria electoral de López Obrador en las elecciones presidenciales.
Como se antoja obvio, de esas dos candidaturas resalta que estén abanderadas por mujeres. Aunque no es la primera vez que una mujer se presenta a los comicios presidenciales, sí es la primera vez que una mujer será presidenta. Ahora bien, el encumbramiento de mujeres en el poder está lejos de ser en sí mismo un hecho político con contenido específico, aun cuando haya sido posibilitado por el avance de la agenda de género en la arquitectura institucional y por las victorias simbólicas del feminismo en el plano del sentido común.
El protagonismo de figuras femeninas en las más duras expresiones de la derecha racista y belicista en Europa, o de la derecha golpista en América Latina, muestran con nitidez que el poder es relativamente impermeable al género. No existe tal cosa como un modo femenino gobernar si por ello se entiende que haya un modo femenino de dar un golpe de Estado (como lo hizo Dina Boluarte en Perú o Jeanine Áñez en Bolivia). No existe un modo femenino de implementar políticas racistas antimigrantes (como las de Silvia Meloni en Italia). No existe un modo femenino de dejar morir indolentemente a miles de personas en las residencias de ancianos (como lo hiciera Isabel Díaz Ayuso en Madrid durante la pandemia). No existe un modo femenino de apoyar políticas genocidas (como lo hace Ursula von der Leyen desde la Comisión Europea ante los crímenes del Estado de Israel contra el pueblo palestino).
Así que, para que adquiera un contenido político definido, el hecho de que Claudia Sheinbaum y Clara Brugada sean mujeres, necesita de un cruce (de una “intersección”, dirían algunas) con otros aspectos de su perfil. Y es que sus perfiles tienen características muy específicas en el contexto de la historia de la izquierda partidaria/electoral en México. Como es bien sabido, el antecedente directo del Movimiento de Regeneración Nacional (Morena), es el Partido de la Revolución Democrática (PRD), un instituto político del que hoy sólo quedan las siglas y que se formó del encuentro, a finales de los años 80, del Partido Mexicano Socialista y de la Corriente Democrática del Partido Revolucionario Institucional (PRI). En la conformación de Morena en 2012, a esos dos afluentes se sumó el de algunos cuadros militantes que se habían formado en la década de los 80 en diversos movimientos sociales no partidarios, entre los que destacan el movimiento estudiantil y el movimiento urbano popular, los espacios del espectro político de la izquierda donde se formaron, respectivamente, Claudia Sheinbaum y Clara Brugada.
Foto: Eneas de Troya, bajo licencia Creative Commons CC-BY 2.0
Hasta 2018, los reiterados candidatos presidenciales de esa izquierda partidaria habían surgido de las filas del PRI: Cuauhtémoc Cárdenas en 1988, 1994 y 2000 y López Obrador en 2006, 2012 y 2018. Lo mismo ocurrió con las primeras candidaturas que esa izquierda presentó a la Jefatura de Gobierno de la Ciudad de México (antes Distrito Federal): Cárdenas, López Obrador y Marcelo Ebrard.
A partir de 2012, el natural recambio generacional de los cuadros políticos de la izquierda partidaria en el país ha representado un gran desafío. Ello porque a los tres afluentes que se habían reunido en el cauce de la izquierda electoral (Partido Movimiento Socialista, PRD y movimientos sociales) se sumó una importante camada de perfiles formados en el ejercicio de esa izquierda en el gobierno local. Dentro de esa camada de funcionarios destaca la figura de Miguel Ángel Mancera, quien comenzó su carrera política como Procurador General de Justicia del entonces Distrito Federal y sucedió a Marcelo Ebrard en la Jefatura de Gobierno en 2012. La trayectoria política del hoy Senador por el PAN, dibuja nítidamente los riesgos implicados en el viraje tecnócrata de los cuadros políticos de la izquierda hacia el funcionariado.
En 2018, con la candidatura de Sheinbaum al Gobierno de la Ciudad de México, Morena se replegó políticamente, como ya lo había hecho en importantes demarcaciones de la ciudad como Tlalpan e Iztapalapa, hacia otro perfil: el de los cuadros políticos formados en los movimientos sociales de los años 80. Aunque la tensión está lejos de haberse resuelto, el hecho de que en la Ciudad de México se postulara a Clara Brugada en vez de al ex secretario de Seguridad Ciudadana de la CDMX, Omar García Harfuch, asentó el espacio político de la izquierda en el importante bastión que representa la capital del país. Enhorabuena.
En el mediano plazo y ante la inminente, aunque paulatina, retirada de López Obrador de la vida pública, que Morena termine de asentarse en ese espacio político, que logre resolver las tensiones pragmatistas y evadir las tentaciones tecnocráticas, dependerá en gran medida de sus cuadros políticos no heredados, es decir, de los cuadros formados y surgidos en Morena. Por su juventud como instituto político y por la dinámica desmovilizadora implicada en el ser gobierno, es pronto para saber si esa generación de militantes, muchas de ellas jóvenes formadas paralelamente en el ascenso de las movilizaciones feministas de los últimos años, lograrán fijar en la izquierda el rumbo del partido. Que así sea.
Por lo pronto, y aunque palidece frente a la proliferación a lo largo y ancho del país de candidaturas que oscilan entre lo impresentable y lo francamente agraviante para la tradición de izquierda, el significado político de que las candidatas a la Presidencia y al Gobierno de la Ciudad sean dos mujeres formadas en los movimientos sociales es de suma importancia. Que, además, en la Ciudad de México se optara por un perfil que reivindica a las mujeres de las periferias populares frente a la propagación de un sentido común misógino, clasemediero y aspiracional, es un oasis en el desierto de la realpolitik y el cálculo político.
El género de las candidatas no es en sí mismo un hecho político relevante, sino que adquiere contenido político sólo si se cruza con sus trayectorias militantes. No cabe duda de que su biografía política imprimió un sello de identidad a cada uno de sus modos de gobernar. Esa biografía explica, al menos en parte, el carácter prioritario del engrosamiento de la cobertura educativa de la universidad pública en el gobierno de Sheinbaum en la Ciudad de México y la muy entusiasmante política social de bienestar y desarrollo comunitario en territorio que materializó Brugada en la Utopías de Iztapalapa.
Si nos quedamos en el cruce entre género y trayectoria, las expectativas que podemos posar sobre el triunfo de Morena el próximo 2 de junio, en el país y la Ciudad de México, se antojan optimistas. No obstante, hay hechos que nos invitan a la cautela. Por ejemplo, hay que decir que el sexenio de Claudia Sheinbaum en la Ciudad de México se caracterizó por sus contrastes y claroscuros en materia de política de género: al lado de un importante y esperanzador esfuerzo desde la Fiscalía General de Justicia por enfrentar la violencia contra las mujeres de un modo integral, acompañante y con perspectiva de género, la relación del gobierno de la ciudad con las movilizaciones feministas estuvo permanentemente signada por la sordera, la torpeza, la soberbia e incluso la criminalización.
Estos hechos nos invitan a mantenernos vigilantes y a exigir, desde los foros de la palabra y la movilización, al menos dos mínimos:
–Que se blinden los derechos conquistados con medidas como, por ejemplo, la elevación a rango constitucional de los derechos reproductivos, especialmente del derecho al aborto libre y gratuito, así con todas sus letras y,
–Que Morena adhiera, explícitamente y sin titubeos, su programa de gobierno e ideario político a los principios del mejor feminismo éticamente posible: un feminismo interseccional, pacifista (y por tanto, antimilitarista) y transincluyente.
Sabemos que, como lo advirtieron hace más de un siglo Rosa Luxemburg y Clara Zetkin, mientras no desmontemos las relaciones de clase que sostienen materialmente la opresión de la mujer, su liberación seguirá siendo una bandera, no una realidad. Y que bajo el capitalismo no existe tal cosa como un modo feminista de gobernar. Pero ello no impide que imaginemos y exijamos una perspectiva feminista en la redistribución de la riqueza, en el diseño y la implementación de políticas sociales, especialmente, aunque no sólo, en aquellas que impactan directamente en las labores de cuidado, y en los mecanismos de prevención e impartición de justicia que garanticen nuestro derecho a vivir una vida libre de violencia.
Como sea, las feministas seguiremos luchando por construir un nuevo edificio social: una casa para todas/todos/todes, una casa en la que los privilegios de unos cuantos (así, en masculino) no pesen como una enorme losa sobre las espaldas de las mayorías (así, en femenino). Mientras tanto, evocando la casi trillada metáfora de Virginia Woolf, exijamos que las mujeres tengamos una habitación propia en el segundo piso de la Cuarta Transformación.